Entramos al barrio gitano alrededor de las 16:00hs, en primera instancia todo parece tranquilo, sin mucho movimiento, hasta que caminas una cuadra y todo cambia; la gente cocinando y comiendo en la calle, los adolescentes jugando a las cartas en el piso, los más pequeños haciendo una siesta con una manta tendida sobre la tierra y los niños que vuelven de la escuela con esos uniformes impecables verde agua y esos peinados que pocas veces he visto; y de pronto, cuando te ven vienen hacia vos corriendo y gritando tu nombre, hasta que llegan a tus brazos y sin importar si tienen dos, cinco o nueve años te piden que los alces y juegues con ellos. Pasan solo unos minutos, parece un pestañear, y cuando abrís los ojos nuevamente ya no es uno ni dos, son alrededor de veinte niños, predispuestos a jugar a lo que propongas el tiempo que dispongas.
Finalmente a la tardecita volvemos al Jardín de la Misericordia, , pero antes de irnos, en el momento en que nos subimos al auto, siempre llegan niños corriendo con margaritas recién cortadas para nosotros; pareciera que quieren mostrar su alegría y agradecimiento por haberlos visitado, pero no creo que sepan o entiendan que la que está realmente agradecida por ese encuentro soy yo. Uno de los hallazgos más bellos ha sido descubrir que ese pequeño barrio gitano al que juzgan muchas veces o excluyen otras no es más que un lugar lleno de personas muy parecidas a mí, tanto ellos como yo tenemos la misma sed de ser amados.