Aquí no se puede escapar de la cruz: por el estilo de vida, por mi decisión, porque Dios me trajo aquí, no puedo no ver la gente que sufre, no puedo no ver mis propias debilidades, no puedo ignorar las cosas y vivir como si nada, porque el vivir aquí es estar presente, con compasión, en oración, en comunión. Dios se hace presente en cada momento y me muestra la realidad una y otra y otra vez, hasta que la acepte. En mi opinión creo este es el regalo más grande: el no poder, el no poder ser capaz de ignorar a los que sufren, a los que necesitan, el no poder ser capaz de hablar el idioma, de comunicarme, el no poder hacer nada, verme totalmente incapaz, sin fuerzas, no poder ayudar a la gente más que escucharlos, y depender totalmente de Dios, y que ésta sea mi única manera posible de seguir adelante, solo con Él.
Recuerdo un ex-misionero que me dijo: “Para mí la misión fue una escuela de vida” y cuanta verdad, siento que estoy en un curso intensivo de cómo vivir con Dios, en cada momento. Y a pesar de que caiga una y otra vez, y me cueste la vida levantarme, que me cueste la comida, el idioma, el calor, y muchas otras cosas, solo me puedo levantar y seguir adelante, y claro si nos cuesta tanto, ¿acaso tenemos tiempo para andar quejándonos? Como el mismo Jesús nos dijo, no sabemos cuándo será el momento final, y cuando llegue, mejor que el Señor nos encuentre trabajando y no con los brazos cruzados.
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